Introducción

Cuerpo y cinematografía

José A. Sánchez e Isabel de Naverán

Editores

El siglo XXI se inició con un renovado interés por los intercambios lingüísticos entre dos medios en principio excluyentes: el de las artes del cuerpo vivo y el de las artes de la imagen mediada. La preocupación por la identidad corporal del ser humano, por los límites físicos de su humanidad, por la interacción entre lo psíquico y lo físico y la naturalización de las percepciones y experiencias disociadas pueden explicar en parte la atención prestada a estos intercambios. También, obviamente, los avances en la digitalización de la cultura, y no sólo de la cultura, sino de la experiencia, y con ello el trasvase de códigos que hace unos años pertenecían al ámbito del lenguaje especializado de la cinematografía al de la vida cotidiana o al de la escritura de la realidad y de la historia.

La danza, medio culturalmente hegemónico entre las artes del cuerpo vivo, y el cine, medio culturalmente hegemónico entre las artes de la imagen mediada, han entrado en ese diálogo con más fuerza aún de lo que entraron en los años veinte (impulsados por el experimentalismo de las vanguardias históricas), o en los años sesenta (impulsados por la tendencia a la apertura y la permeabilidad que afectó a las artes y los comportamientos sociales poco antes de la primera llegada del vídeo). Y lo han hecho, entre otras cosas, porque ambos medios, nacidos en siglos pasados, han encontrado en ese diálogo una vía de redefinición y adecuación a los nuevos contextos culturales.

¿Por qué en este momento numerosos coreógrafos producen piezas artísticas en formato cinematográfico? ¿Deben ser llamadas “películas” o “coreografías”? ¿Y por qué numerosos cineastas se empeñan en dotar de corporalidad a su mirada precisamente en un momento en que han conseguido liberarse de las ataduras físicas del celuloide, la química y los pesados aparatos de filmación? ¿En qué punto se encuentran el cineasta que se mueve y el coreógrafo que pone en movimiento? ¿En la imagen? ¿En el movimiento? ¿En el cuerpo? No, más bien, en la escritura.

Desde que en el siglo XVIII la danza fue codificada como ballet, la escritura fue pensada como algo externo a ella: se podía escribir el libreto, la partitura o incluso anotar a posteriori el movimiento. Pero en ningún momento se pensó que la danza pudiera ser en sí misma una escritura: de ahí su supeditación tanto a lo musical como a lo verbal. Durante muchos años la danza fue un medio de poner en imágenes mediante el cuerpo las escrituras de la palabra y de la música. Sólo cuando la danza empezó a ser concebida en sí misma como escritura, sólo cuando se otorgó al cuerpo en movimiento la potencialidad del discurso fue posible el hablar ya no de un medio, sino de un arte autónomo, que alcanzaría su madurez entre la década de los treinta y la de los sesenta, es decir, en las mismas fechas en que el cine, nacido mucho más tarde, alcanzó también la suya.

Como la danza, también el cine fue durante su infancia un medio de poner en imágenes discursos de otros: del teatro, de la novela, del cabaret, de la medicina o de la antropología. Sólo cuando se aceptó que los medios técnicos del cine no eran una dificultad para la traducción de otros relatos, sino un medio muy eficaz para escribir la realidad de forma directa, el cine alcanzó la categoría de discurso artístico autónomo. Las propuestas de Duncan, Wygman o Graham son paralelas a las de Eisenstein, Vertov o Deren: prepararon el terreno para la construcción de una gramática. Pero fue solo la generación posterior a la segunda guerra mundial la que se atrevió a hablar claramente de la danza y del cine como escrituras de la realidad. A la premonitora concepción del cine como “máquina de pensamiento” por parte de Epstein, sucedieron las formulaciones de Bresson o Pasolini, quienes concebían el cine como una traducción del “habla visible” de los cuerpos y del mundo, el primero, o como “la lengua escrita de la realidad como lenguaje”. A la autonomía radical planteada por Bresson, correspondería la planteada por Cunningham, cuando reivindica la danza como organización de un movimiento no representativo (un movimiento que, si bien escénicamente tiende hacia la abstracción, concretamente propicia el encuentro del bailarín con lo cotidiano). Y a la idea pasoliniana del cine como primera traducción del lenguaje natural de lo real, corresponderían las tentativas de la danza postmoderna por situar el movimiento lo más cerca posible de los lenguajes preexistentes del espacio y la corporalidad.

La concepción de la danza y del cine como escrituras implicaba también su concepción como medios de pensamiento. Desde entonces, danza y cine no se limitan a traducir a imágenes corporales o químicas el discurso de otros, sino a producir pensamiento mediante el cuerpo en movimiento o mediante la imagen del movimiento de los cuerpos. Desde los años sesenta, las escrituras de la imagen han ido desplazando culturalmente a las escrituras de la palabra. No ha sido tan rápido el avance de las escrituras del cuerpo. Sin embargo, la apertura de un campo para las escrituras no verbales ha favorecido una y otra vez el encuentro.

Algunos realizadores como Maya Deren durante la década de los cuarenta concibieron el cine como danza, dando lugar a propuestas que en su momento fueron llamadas coreocinéticas. Con este término, coreocine, se conseguía reunir en una misma palabra las raíces divergentes de ambos tipos de escritura: la coreografía y la cinematografía. Durante la década de los setenta, el cine supuso para algunos coreógrafos la posibilidad de expandir la escena y liberar a la danza de la condición de una presencia viva ante el espectador. En este sentido es preciso nombrar artistas como Yvonne Rainer, Trisha Brown, Wim Vandekeybus, William Forsythe, Pina Bausch o Ann Theresa de Keersmaeker, por citar algunos. Desde el cine y en paralelo a los intereses de la danza por abrirse camino hacia este medio, encontramos directores y artistas visuales que, desde ángulos muy diversos, sugieren otras miradas hacia el cuerpo: David Cronenberg, Michelangelo Antonioni, Vincent Gallo, John Cassavetes, Andy Warhol o Pierre Huyghe, entre otros. ¿Se plantean las mismas cuestiones en uno y otro medio?

El cine, como arte de la imagen mediada, ha logrado que el espectador se identifique por completo con lo que está viendo y se abandone a la sensación de realidad que la película le invita a experimentar. La danza continúa buscando fórmulas para implicar individualmente al espectador y hacer que se abandone a la realidad que se le presenta en escena, no ya como una sensación, sino como un hecho en sí mismo. El cine ha sido asumido como un reflejo de la realidad, pero a su vez el cine produce sus propios modelos de realidad. Por su parte, la danza propone una experiencia viva e inmediata entre los cuerpos del artista y del espectador, una experiencia que activa su capacidad de afectar y de ser afectados por el cuerpo del otro. Por eso, cuando la escena recurre al cine no lo hace con la finalidad de crear una ilusión sino para poner en marcha los modos de pensamiento que ambas formas de escritura generan. Pero ¿qué lectura podemos hacer de estos encuentros?

Es cierto que durante mucho tiempo las proyecciones de cine y posteriormente de vídeo en escena sustituyeron a los antiguos decorados continuando, en la mayoría de los casos, un tratamiento clásico de la relación entre figura y fondo. De la misma manera que la historia del cine ha recurrido a la danza con la única finalidad de embellecer ciertas escenas violentas o ilustrar momentos de puro entretenimiento. Sin embargo, en los últimos años asistimos a un cambio de paradigma en la aproximación de algunos creadores que, utilizando dispositivos de vídeo en escena, plantean articulaciones entre el tiempo escénico y el cinematográfico o bien, recurriendo al tiempo real de las acciones, ponen de manifiesto las omisiones a través de las cuales se construye el relato fílmico.

El recurso al circuito cerrado de vídeo, donde la imagen es registrada y a su vez proyectada en directo ante el espectador, es ya un síntoma del cambio que estamos experimentando en referencia a la construcción y al consumo del tiempo, de las imágenes y de los cuerpos en escena ¿Qué ocurre cuando ambas temporalidades, la del cuerpo vivo y la de la imagen mediada, se despliegan simultáneamente ante el espectador?, ¿qué espacios mentales, imaginarios o simbólicos se activan y cómo afectan al cuerpo y a su identidad? La aproximación al cine desde la escena ¿establece nuevos modos de comunicación?, ¿refleja cambios en la percepción individual y social del cuerpo? El cuerpo vivo y su imagen mediada no son sino coartadas para plantear cuestiones más profundas sobre la fragmentación de la identidad, la ausencia, la separación del cuerpo y de la mente, el paso del tiempo, el deseo de permanencia, la producción de ficciones, la memoria o la muerte.

Mediante este número de Cairon se pretende participar, desde distintas aproximaciones, en la reflexión sobre estos intercambios conceptuales y sobre la tendencia creciente hacia un encuentro generador de gramáticas y de cuerpos; unos cuerpos que, paradójicamente, son todavía un enigma para la sociedad actual. Nos preguntamos cómo el montaje, la fragmentación y la discontinuidad cinematográficas han dialogado con la construcción de identidades y narrativas en la danza de los últimos cien años. También nos preguntamos qué denota el hecho de que cada vez más artistas visuales se interesen por las prácticas corporales, por la economía de medios que implica trabajar desde el cuerpo como productor de una realidad artística, por el incipiente interés de toda una generación de artistas comprometidos en la construcción de situaciones transitorias, efímeras, invisibles, en las que el cuerpo es en sí mismo materia, medio y producto. ¿Qué lugar ocupa la danza, disciplina de lo efímero, y las demás prácticas corporales precisamente ahora que vivimos el momento de máxima producción de imágenes?

En una época en la que tanto el cine como la danza parecen haber llegado a su máximo apogeo, los artistas se dedican a deshacer los mecanismos desde los cuales ambos lenguajes han generado sus respectivas realidades. En este sentido, algunas propuestas se basan en el des-montaje cinematográfico para reconstruir elipsis temporales (fragmentos de las vidas de los personajes que han sido omitidas) o imitar efectos cinematográficos como la cámara lenta, delatando de esta forma la irrealidad de los cuerpos fílmicos. Para ello recurren a la acción directa del cuerpo físico propio de la danza y el teatro. Desde un posicionamiento crítico, lograr los efectos creados por el cine prescindiendo de las herramientas propias de éste, se ha convertido en un reto para muchos artistas.

Podríamos considerar estas acciones como síntomas de un momento de cambio en el que la redefinición de los intercambios lingüísticos entre la danza y el cine se revela cada vez más urgente.  

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